No todo tiene un por qué...

No todo tiene un por qué me dijo Yahaira al otro lado de la línea mientras llovía a cantaros en la ciudad de Buenos Aires donde yo estaba. De esto hace al menos tres años. Ya no recuerdo exactamente de lo que conversábamos ese día, lo que sí sé es que hablábamos cada dos meses y cuando lo hacíamos era por largas horas.

Ella me llamaba de su teléfono celular desde Lima cada vez que algo estaba saliendo fuera del control de su vida y yo la escuchaba decir cosas que nada tenían que ver con lo que en realidad estaba pasándole. Pero hay amistades en que las cosas quedan tácitas, los códigos se mantienen a pesar de las distancias y de los años.

Las dos nos sentíamos solas, pero yo no lo estaba. Al menos eso creía en ese momento. Discutíamos de los cuadros que yo pintaba recientemente, de los planes que teníamos para poner talleres de arte. Hablábamos de la guitarra que había comprado; decía que se había vuelto compositora.

“Llegar de trabajar a las ocho de la noche todos los días y ponerme a componer me ha cambiado la visión de las cosas que quiero hacer y de la forma que tenía de ver la vida”. – Me decía convencida de su nueva vocación.

Extremista y apasionada con cada nuevo emprendimiento que se cruzaba en su camino. Me sacaba de la burbuja de madera en la que viví durante un tiempo. Ya no recordábamos los viejos tiempos, como antes pasaba. Ahora solo el presente valía.
“Soy una persona que no soy realmente yo a partir de las 7 de la mañana, pero llego a mi casa, sola, feliz, tranquila y me convierto de nuevo en yo”. - Decía Yahaira, con voz alegrísima.

¿Es qué acaso todos vivimos la vida que nos pertenece? ¿Cómo demonios saber cuál es la vida que te pertenece? ¿Cómo saber si no estás viviendo la vida de otro que no eres tú? ¿Dónde está ese otro? O… ¿dónde estoy yo? ¿Por qué estoy haciendo lo que hago todos los días? ¿Por qué siento que debo dejar de hacer algunas cosas? “No todo tiene un por qué”, - me decía ella. Tratando de calmar mis ansias racionales.

La inercia nos hacía, y hasta ahora, nos hace soltar frases sin editar, jugábamos lentamente a enmarañar nuestras hipótesis, ideas, o pensamientos. Porque jugábamos a hablar, jugábamos a que estábamos tendidas en el gras, en un gras que solo las dos inventábamos esas horas, jugábamos a que podíamos hablar con libertad, con libertad de decir cosas que ninguna de las dos entendía, a veces, o que entendíamos las dos a la vez sin necesidad de aclarar nada, algunas de las cosas que decíamos despertaba en la otra un entendimiento que iluminaba el resto de la conversación, conversación que a veces se silenciaba para poder pensar y mirar al cielo.

Jugábamos a hablar con libertad de no ser oídas al menos esas horas, cada dos (¿o tres?) meses, con libertad de ser entendidas a caso por la otra, con libertad de poder entenderse a una misma, en esos momentos en que en nuestras vidas, no sentíamos nada de libertad…

Mi.

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